Alguien como yo que se lanza de cabeza sin saber muy bien si se está tirando a una piscina, al mar o a un océano, siempre es proclive a terminar sus aventuras de manera funesta y de norma con más problemas que soluciones. Que os voy a decir, soy como esos amantes de lo fantástico que en lugar de comprarse un Audi prefieren soñar con montar dragones y que en vez de dar una vuelta con los amigos, se pasan el tiempo intentando domar unicornios. Un aplauso por el mundo que permite esos gustos peculiares.
Sabiendo eso, diríais que el camino lógico que la vida ponía ante mí era el de ser un gran escritor. Pero no. ¿Qué clase de historia sería esta si ya supieseis todos los detalles del final desde el principio?
Una muy aburrida.
Entonces ¿por qué y cuando comencé?
Ahí vamos.
Yo llevo años escribiendo, desde siempre si mi memoria no me falla. Si bien mil veces quise dedicarme a ello de manera profesional, nunca parecía ser un buen momento para empezar. A la hora de escoger, prefería llenar cajones con miles de páginas guardadas con cariño a poner en su lugar unas pocas facturas que no podía pagar.
Así fui guardando mis letras como si fuesen el mayor de mis tesoros. Podía presumir ahora que en aquella época encandilaba al mundo con esos relatos cortos que ahora escribo, pero la realidad es que las pocas veces que dejaba leer mis líneas lo que sentía era más bien vergüenza. Con la cantidad de cosas importantes que tiene que hacer la gente a lo largo del día ¿quién iba a querer pasar el rato leyendo sobre monstruos?
Eso hizo que ser leído nunca fuese mi preferencia. Me conformaba con soñar esos mundos que podía crear al cerrar los ojos.
Los que me rodeaban siempre me preguntaban porque iba a los sitios sonriendo como el ser más feliz de la tierra. ¿Cómo hacerles entender que mientras ellos estaban encerrados ocho horas en una fábrica yo estaba salvando al mundo de un holocausto zombi en ese mismo tiempo? Y eso cuando no venía una princesa de un reino muy lejano acompañada de su hermana gemela para comprobar si las artes amatorias que hacían mención de mi destreza eran ciertas…
La vida era hermosa porque pasase lo que pasase en la realidad, podía seguir soñando. Pero en estos últimos años, cada vez me sentía más a disgusto con el mundo. ¿Nunca habéis tenido la sensación de que las cosas no son cómo deberían ser?
A mí cada vez me pasaba con más frecuencia. ¿Sabéis lo frustrante que es el que te pique una araña y no te de superpoderes? Da una rabia monumental. Casi tanto como cuando le preguntas a tus padres por décimo quinta vez ¿en serio que no soy de Kriptón? Pero no. Resulta que mi llegada al mundo fue como la del resto de los mortales. Un polvo y aquí estamos.
Con esa decepción en el alma iba al salón a ver la tele y al encenderla ¡sorpresa! Recortes, paro, asesinatos, robos, maltrato… Es triste, pero es la actualidad. Miraba la televisión confiando en que de un momento a otro, en algún punto entre dos noticias, saliese una que dijese:
“Héroe enmascarado salva a una familia de un incendio. Ha detenido a un político corrupto y ha ayudado a los bomberos a bajar un gatito de un árbol.”
En su lugar sin embargo, una anciana moría en los pasillos de un hospital mientras esperaba a que los médicos, saturados por el trabajo y la falta de personal, la atendiesen.
Conciencia social me han dicho que se llama. Y yo que siempre presumí de no tener conciencia. De ir por la vida haciendo lo que creía correcto porque salía de mí y no porque una parte de mi cerebro gritase angustiado “no hagas eso, no está bien”. Lo que había en la televisión tampoco lo estaba pero ¿qué puede hacer un chico como yo por un mundo en decadencia?
Nada.
Por eso empecé a ir al trabajo con algo que me aplastaba el pecho. Se me revolvían las tripas pensando en cómo deberían ser las cosas y como no son. A eso creo que le llaman delirios. Tenía un trabajo normal, de esos que tienen las personas normales con vidas nada especiales. Me gustaba. Por lo menos hasta que lo perdí. ¿Hice un mal trabajo? No. ¿Mi puesto ya no era necesario? No. Simplemente descubrieron que si despedían a unos cuantos trabajadores, se tendrían más ganancias.
No ha sido ni la primera ni la última empresa que hace eso. Necesitan beneficios y antes de criticar, preguntaros a vosotros mismos ¿echaríais a cien familias a la calle por volveros millonarios? Mucha gente hipócrita dirá que no en un segundo, otros pensarán antes de hablar y solo unos pocos reconocerán que la tentación siempre está presente. Da igual. Cada uno actúa de una forma o de otra para hacer lo mejor para si mismo, su familia y la sociedad. Y normalmente, en ese orden.
Repito, normalmente, ya sabemos que tú querido lector que ya has pensado “yo no” eres la excepción a mis páginas. Pero esta entrada no está escrita para decir quien hace esto o lo otro, sino para explicar por qué comencé.
Nunca tuve problemas en buscar trabajo. Por lo general trabajaba por reputación y la mía es muy buena. Se me da bien trabajar duro, soy alguien responsable e intento causar los menores problemas con los mayores beneficios a la persona que me contrata. ¿Por qué no seguí entonces con lo que ya conocía?
Ese es el quid de la cuestión.
Estaba harto. Cansado de tanta realidad pura y dura. Siempre creí que el mundo sería distinto. Que tendría oportunidades para todos. Leí tantísimos libros en los que se demostraba que si te esfuerzas podías conseguir aquello que te propusieses… Odiaba al mundo por robarme mis sueños, mis fantasías. Iba por la calle con una sonrisa mientras, las injusticias de la sociedad y la falta de valores los unos hacia los otros, me rompía por dentro. Las cosas no tenían que ser así.
Pero como escribí antes, no seamos hipócritas. ¿Por qué culpar al mundo de lo que hacemos las personas? Lo que me pasaba a mí, lo que sentía, no era culpa de nadie, era culpa de todos. Las dos frases se podían utilizar igual de bien. Pero acaso ¿de verdad importaba tanto como creía?
A mí sí.
Hay una frase que me encanta y repito cada vez que me siento mal:
“Tienes un problema ¿puedes arreglarlo? Sí. Entonces ¿para qué agobiarte?
Tienes un problema ¿puedes arreglarlo? No. Entonces ¿para qué agobiarte?”
Con esa sonrisa y a mis treinta y pico años, empecé a estudiar. ¿El qué? Pues tras mucho pensar, decidí que tenía que ser algo que tuviese que ver con la sanidad. Quería probar a cuidar a la gente. Necesitaba cambiar el mundo.
Aprobé.
Las prácticas las hice en el hospital entrando en las habitaciones con una sonrisa y atendiendo a todo el mundo entregando como siempre un cien por cien. Pero había algo que los demás profesionales de la medicina no hacían y yo si ¿lo adivináis? Contar historias. En cada habitación en la que una persona estaba sola y aburrida, mientras que le atendía le contaba historias que le hacían reír, que le permitían sentirse bien y que agradecían. Me avisaron varias veces de que podría llegar a encontrarme con alguien que no quisiese escuchar, que tan solo querría estar a solas con su dolor y cuando le diese rienda suelta a través de gritos hacia mí, me haría daño.
Por suerte para mí nunca fue así. Con lo que no contaban mis compañeros, es el poder curativo de los cuentos. Según entraba en las habitaciones, siempre me sonreían. Muchos eran los pacientes que esperaban ansiosos mi visita para que les relatase alguna tontería diaria con un toque de magia. Familiares, amigos y demás ocupantes de la habitación, agradecían los gestos hacia los suyos y el cariño y respeto con que siempre los trataba.
Así que puedo decir con la cabeza bien alta que ninguno de ellos me hizo daño. Fue otra cosa.
“Tengo que avisarte que he recibido varias quejas porque tu trabajo es tan bueno, que dejas mal al resto de tus compañeros y aquí somos un equipo.”
¿En qué me equivoqué? ¿En ser agradable? ¿En estar siempre pendiente de las necesidades de los demás? ¿En ir corriendo cuando alguien llamaba al timbre? ¿En preocuparme de que todos estuviesen bien?
Dolía.
Ni siquiera intenté seguir en ese trabajo. El mundo da asco. ¿Lo había escrito ya? Me derrumbé. Quería hacer algo bueno con mi vida y me encontré con más mediocridad. Si tan solo pudiese dar con algo distinto. Algo especial que me hiciese volver a hacer creer. Pero ya lo había intentado y había fracasado.
Rendirme nunca me ha gustado, así que solo me quedaba una opción. Si no existía lo que buscaba, lo inventaría. Empecé a escribir mi primera novela “La flor del infierno” y jamás de los jamases me sentí mejor que en ese momento. Ya no solo por el placer de las letras (que me encantan) sino porque por primera vez fui mi propio jefe. Yo digo cuando me levanto y cuando me acuesto, cuando he hecho un buen trabajo y cuando lo tengo que tirar todo a la basura.
Y lo que es mejor… la vida era distinta. Con tártaro destruí el mundo, con Daniel seduje hasta lo imposible, con No sin besarte demostré que ni el más allá es una frontera si te quieres conocer a ti misma... así me fue pasando con todos y cada uno de mis relatos. De mis pequeñas novelas en las que me entrego en cuerpo y alma.
Así soy yo. En mi currículo aparte de trabajador en la vida, he decidido escribir domador de dragones nivel usuario y experto jinete de unicornios. Capaz de destruir, salvar, matar y amar en solo unas líneas. Porque ante todo, por una vez, sé que estoy haciendo lo que más me gusta. Ser yo mismo.
ESCRITO DE CRITICA A LOS EMPIECES DE GUS
ResponderEliminarVeo, que sois caballero de hermosas doncellas, y domador de dragones en el país de nunca jamas, pero... En un mundo injusto, donde triunfan los malos, y los buenos... Acaban olvidados o marginados; ¿como poder sobrevivir en esta tierra, donde triunfan "las historias rosas", sobre los grandes pensadores?. Ingenuo os veo valeroso caballero, creo que como buen Quijote, canso de luchar contra molinos de viento, confundidos por dragones y de salvar doncellas, que no desean serlo, pues se sienten lo que son, meras mesoneras, sin olvidar aquel gran amor, que como buen caballero siempre llevo en su corazón, haciendo de ese amor una princesa y gran dama de la alta sociedad, del mundo de nunca jamas, donde ella como cual mesonera se sintiera, lo que es, labradora no reina.
Despierta, caballero de reluciente armadura, y ve el mundo como es... Incierto y cruel; tal vez en un futuro no lejano, se pueda sentir como vos, caballero y noble señor, EN un mundo como el de nunca jamas, donde nunca nada PUEDE PASAR.
Don