El delincuente

Si algo era seguro es que Greig Maryon odiaba las armas. El olor de la pólvora no le gustaba ni siquiera en los fuegos artificiales. Ese toque a quemado provocaba que siempre se le arrugase la nariz en un tic incontrolable y que se le tensasen los músculos de su boca intentando no gesticular. Para él no había nada más estúpido que un hombre de sesenta años al que un mal olor le cambiase la cara como si fuese un niño pequeño.


También estaba el hecho de que aquellos que tenían armas siempre pensaban que solo las iban a utilizar en caso de emergencia. Como si hubiese habido alguna vez que no se hubiesen disparado por error. Si no era el dueño sería el amigo, si no la esposa cuando no ocurriese una desgracia y lo hiciese un hijo. No era un quizás, ni siquiera un a veces, quién tenía un arma tentaba al destino.

 
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