Mi lugar especial

Con los ojos cerrados en mitad de ninguna parte, no permito que el ruido de los coches me desconcentre. Ni siquiera el olor dulzón a hierba recién cortada puede extraerme de las profundidades en las que me estoy adentrando, y de las cuales no voy a regresar intacto.


El cuero sobre el que quiero sentarme no es como el de una silla, es parte de algo más importante que el de un mobiliario de la casa, puesto que es la piel real de algo que no debería existir. Como si se diese cuenta de mi presencia, un rugido ensordecedor acalla todos los demás ruidos.


Nadie ha tenido nunca la oportunidad de acercarse. El miedo les ciega, y les impide domar a la bestia. El duro tacto de sus escamas que la protegen de cualquier daño, la visión de unas mandíbulas capaces de destrozarlo todo y el olor a muerte que desprende su sola presencia, amedranta a los más valientes. Pero eso no es lo peor. Lo más duro es mirarla y saber que es imposible tocarla. Que jamás se doblegará ante nadie, por mucho que ahora yo la quiera montar.



No os equivoquéis. No soy más valiente que el resto. De hecho, me intimida más que a la mayoría porque sé de lo que es capaz. Pero al encontrarla en aquel lugar, descubrí que no estaba tan cuerdo como me creía y ¿qué es a lo que debe temer un loco? Desde luego, no es a esa belleza.


Montarla para mí no es difícil. Simplemente se dejó. Podía haberme destrozado con un solo movimiento de su cuerpo cuando me acercaba y sin embargo, lo único que hizo, fue agacharse para permitirme surcar con ella el firmamento.


Será duro abrir los ojos después de ese momento. La realidad no es más que un subproducto de la sociedad. Es en la locura de nuestros sueños, donde nos encontramos realmente. Allí, a más de mil metros de cualquier cosa que considere importante, lo supe.


El sudor frio de las nubes mientras las atravesamos, impregnaba mi ropa con la humedad de su tristeza. Estaban celosas. Comparto con ellas el cielo infinito mientras el viento besa con ardor y sus sentimientos las vencen. Puedo notarlo en el sabor amargo que dejan en mis labios.


El olor a destrucción que emana la bestia a través de sus poros, me empalaga y emborracha como el mejor whisky. No soy el rey de los cielos, solo su acompañante, aun así la sensación de poder mientras nos abrimos camino hacia lugares que mi imaginación no puede comprender me embriaga.


La violencia de cada sacudida de sus alas gigantescas me recuerda que si no me agarro fuerte a su rugosa piel, podría caer al suelo desde las alturas. ¿Volará entonces para salvarme? Lo dudo. Para ella, no soy más que una mosca en la cabeza de una persona. Ni siquiera notará que me he ido mientras sigue su rumbo. Así que no me suelto y no abro los ojos. Siento vértigo y, no estoy impaciente por ver como a mis pies se extiende un mundo diminuto.


Aun así, la sensación es inigualable. Siento la adrenalina recorriendo mi organismo mientras el júbilo me apremia a soltar mis manos y extenderlas a modo de alas para acrecentar aquella sensación. No lo hago. De momento no estoy tan loco como para volar sin ayuda.


Noto a través de mis vaqueros como se clava cada una de las escamas sobre las que estoy sentado. La violencia y agresividad que destilan de ese ser. No soy tonto, es un viaje sin retorno a la persona que fui. Así que disfruto cada momento como si fuese el último, porque quizás lo sea. Por lo menos, hasta que una voz familiar me saca de aquel limbo.


—Hombre Gael, cuanto tiempo sin verte ¿qué haces en mitad del parque con los ojos cerrados?


—Montando dragones —respondo — ¿y tú?

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