El momento de Sara

La voz de la conciencia dormía tranquila esa mañana. El veneno de las palabras con las que cada día la juzgaba aún estaba en fase rem y no parecía que estuviese preparada para molestarla en un buen rato. Tener ese momento de paz interior era algo extraño y relajante; así que cuando Sara se puso en pie vislumbró lo que era sentirse bien por primera vez en mucho tiempo.


Al mirarse en el espejo, este, le devolvió una imagen de una chica escuálida y con ojeras de no haber dormido bien la noche anterior. El pelo negro enmarañado en un peinado imposible era algo con lo que tendría que luchar más tarde. Desnuda, tal y como estaba, se metió a la ducha para que el agua fría estimulase su cuerpo. Apoyó las manos contra la pared y se relajó mientras las caricias de la lluvia improvisada la limpiaban.



Ni siquiera el placer del momento disminuyó el dolor de cabeza perpetuo que sentía. Las migrañas no se tomarían ni siquiera un segundo de descanso por respeto a ella. Se frotó la sien antes de salir, coger una toalla y secarse. Tenía demasiado que hacer y nada podía frenarla.


Corrió a la cama desnuda y se lanzó sobre ella como cuando era niña y podía volar. La curva de sus labios vistió su cara con una sonrisa cuando cogió el móvil y llamó al trabajo.


—¿Señor Wesslech? Soy Sara, la monitora de Erin. —Esperó las frases de rigor mientras continuaba frotándose la sien—. Solo llamo para informar que hoy no iré a darle clase. Me ha surgido algo que no puedo cancelar.


Oyó con paciencia los lamentos de su jefe mientras se examinaba las uñas, color rojo pasión, hasta que colgó. Necesitaba retocarlas. Un ligero brillo después y estarían listas de nuevo. El pelo es lo que la tenía dubitativa. Tardaría una hora en arreglárselo y no quería perder tanto tiempo.


En la cocina, en el tercer cajón de la encimera, estaban las tijeras. Solo necesitó un segundo y un ligero movimiento de dedos para cortar esa melena que despertaba pasiones y admiraciones entre sus amistades. Se miró en el espejo con aire crítico, aunque el corte estaba lejos de ser perfecto le serviría.


Ni siquiera iba a vestirse. No tenía ni ganas ni tiempo. Se puso un abrigo grueso sobre su piel desnuda y salió a la calle con sus zapatos de tacón para que el frio del día la recibiese con los brazos abiertos.


Podía coger su coche pero no se sentía en condiciones de conducir. Al mirarse las manos le temblaban ligeramente y su concentración no podía estar en la carretera en estos momentos. El dolor en el pecho la hizo sentir que su corazón aún bombeaba y que tenía una última oportunidad antes de que se detuviese. Sacó el móvil del bolso y llamó a un taxi. Le citó varias calles por delante para poder caminar un poco y que el frío se extendiese por todo su cuerpo como un cálido manto que la abrazase y la impidiese continuar.


Pero no lo hizo. En su lugar solo la hizo acurrucarse en el interior del taxi donde el conductor, un hombre de unos sesenta años y que la miraba como si ella fuese una loca más, le pidió una dirección. Se la dio con los ojos cerrados; no necesita mirar en los ojos del desconocido el error que estaba cometiendo.


Los quince minutos exactos que tardaron se le hicieron demasiado cortos. Ni siquiera los semáforos colaboraron poniéndose en rojo como señal de que no debía seguir adelante; que tenía que bajar de ese coche, volver a casa a vestirse e ir a trabajar como cada mañana desde que tenía memoria. Ella no era así… nunca haría eso en su sano juicio. A lo mejor esa loca que había visto el taxista era real y se había dado cuenta ahora. Aún estaba a tiempo… solo tenía que dar media vuelta y…


—Hemos llegado —le informó aquel cabrón como si quisiera frustrarla sus planes de seguir siendo la misma.


Suspiró tendiendo un billete de cincuenta y no esperó a las vueltas. La calle vacía era su último refugio. Su momento final antes de que el mundo entero cambiase para bien o para mal. Tenía que pensarlo, que decidir.


Sus pies no quisieron darla opción y se pusieron a caminar sin su permiso. A cualquiera que la hubiese mirado le hubiese dado la impresión que a medida que subía las escaleras piso a piso, se había negado a coger el ascensor, se dirigía al infierno. La puerta que debía haber sido de lava y custodiada por un cancerbero era en su lugar una puerta de madera con un tiesto y una flor seca.


Llamó tres veces. Ni dos ni cuatro y no sabía si eso era importante. Solo tres veces. Los pasos al otro lado eran fuertes y rápidos y antes de que nadie abriese la puerta Sara ya estaba preparada para salir corriendo.


—Tengo miedo —confesó a un chico moreno vestido en bata y descalzo con los ojos más azules que nunca había visto—. Estoy asustada y no me siento a gusto con lo que estoy haciendo pero si tú quieres intentarlo… —Aguardó el aire que necesitó antes de expulsar las palabras como si fuesen un insulto—… yo también te quiero.


El muchacho la miró sin decir nada y ella se obligó, sin éxito, a intentar mantener la cabeza alta.


—¿Qué ha cambiado de ayer a hoy?


La pregunta era lógica. Aunque no la esperaba. No sabía la respuesta correcta.


—Yo —anunció desatando su abrigo.


El muchacho se apartó y la dejó pasar.

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